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Carmen Verde

Sobre la gracia

Actualizado: 2 sept 2020

Por: Alejandro Sebastiani Verlezza.



Desde hace rato repaso los poemas de Canción gótica para hacer una lectura que pueda dejar ver lo que en mí sintoniza cada vez que me detengo en este libro de tono delicado y tembloroso. Y en mi primer acercamiento, sin saber por qué, no dejó de rondarme por un rato una canción muy triste de Amy Winehouse: «Love is a losing game». Durante mucho rato me he preguntado sobre la validez y la severidad de tal afirmación. Al mismo tiempo el lamento de Winehouse me ha servido para comprender y establecer, siento, dos polos de una misma experiencia, una misma sed. Traigo aquí un pasaje:

For you I was the flame

Love is a losing game.


En Canción gótica no siento propiamente un catálogo de «figuras» que muestre lo que ya se suele dar por sentado –en la televisión, el cine, las revistas, las costumbres, las convenciones demasiado solidificadas– sobre el amor y sus estaciones. Este poemario pareciera haber sido escrito desde la gracia del amor (¿the flame?), sí, asumida como una experiencia que toca lo erótico, pero también abarca cada respiración, cada paso, desde la alcoba hasta la plaza. Por eso me refería más arriba a los dos polos de una misma experiencia, porque Canción gótica habla desde las antípodas del «losing game» y hasta podría decirse que se escucha la voz –su eco– de alguien que ha tenido la oportunidad de probar partes de esa gracia, o su «ración de paraíso», para recordar una expresión de Octavio Paz en La llama doble. Bien, quizás, quien escribió los poemas de Canción gótica lo hace desde ahí. Ya «probó» y volvió para cantar:

«Por un atajo el deseo se transforma

Tú vienes hacia mí

como un tren sobre el mar

como un íntimo sagrado anhelo»

Y aquí el otro asunto para mí medular: tal vez uno de los desafíos más altos de la poesía sea justo ese, el de cantarle al amor, pero sorteando con sabiduría los estereotipos, los clichés, los lugares comunes, los prejuicios sobre el «tema», con la mano tan firme como para darle su debida forma a los matices del deseo, pero sin traicionarlo, ni volverlo excesivamente reflexivo, ni mucho menos una confesión demasiado literal .Una poesía amorosa la de Carmen Verde Arocha, se me ocurre, atenta a todos sus trayectos, vistos desde las honduras del cuerpo anímico, no exclusivamente afincada en la herida, la desazón de lo incumplido; avanza, pues, se mueve, despaciosamente, como el ronroneo de ese tren que logra sostenerse sobre el mar, pero lento, sin hundirse. Más que el deseo, que lo hay, es esa gracia que yo decía la que aquí habla, la gracia de las vísperas (la mirada, la miel, los abanicos), los preludios que pueden a veces ser solo eso, no más que seducción y risa (¡y es tanto!), distancia y la vez estremecimiento ante esa fuerza deseosa que bien sabe arrodillar:

«–¿Con qué pagas tanto placer?»

Los dolores del amor, claro, aparecen, pero asimilados, dulcificados, transmutados con la sensibilidad y el tacto que permite ver toda fractura desde su reverso para así poder cantarle a los encuentros más fuertes, más transformadores. Por eso la dicción de Canción gótica no se vuelve literal, sino lateral, oblicua; si tuviera que darle una cualidad, no dudaría mucho en decir que es como un río calmo y brioso, inunda y va recogiéndose luego de su fuerte expansión; de hecho, valga la pequeña digresión, me gustaría por un momento volver al anterior poemario de Carmen Verde Arocha, En el jardín de Kori, para traerme una imagen fluvial que bien pudiera estar hablando –al menos por momentos– de uno de los rostros de la experiencia amorosa que toca Canción gótica. Esta petición, o esta rendición, no poco tiene que ver con las tremenduras de Eros (ese niño que en el Renacimiento –si mal no recuerdo– era representado con la capacidad de sostener el mundo desde su eje y hacerlo girar); es más, diría, pudiera ser uno de sus rostros, vuelto naturaleza, la fuerza de su arrastre:

«Río vigoroso

alimento de nuestras venas

poderosa agua dulce hecha roca

Apiádate de nosotros»

Así veo una punzante –y suave– tensión que recorre la poesía de Carmen Verde Arocha, particularmente en Canción gótica. Nada crudo aparece. Más bien percibo como un pudor, tal vez una grata contención. Así quedan bien sorteados los caminos excesivamente intimistas y coloquiales para tratar con todo lo amargo y lo dulce. Y no deja de ser curioso: para cantarle el amor, vuelvo, Carmen Verde Arocha lo hace oblicuamente, bajo el correlato –el adjetivo–«gótico». Y eso gótico, aquí, que pudiera ser lo más parecido a un zarpazo, muy sorpresivo, aparece de manera esquiva, pero aparece; va y viene, se esconde para no saturar –no puede moverse de tal modo, lo hace desde el sigilo– y abrirse paso desde ese lugar intermedio donde habitan los deseos que no terminan de palparse –es la antesala, esa espera a veces larga que precede al encuentro– y los sueños que no han terminado su aterrizaje hacia el cuerpo presto al regocijo. Así va la doncella en el castillo por sus escaleras y las misteriosas monedas que parecen bailar en las manos del caballero suelto en los márgenes del Caribe.

Canción gótica es un libro de encuentros y devociones, trata con lo más menudo y lo más sublime, lo más fugaz y lo más esquivo; con una entonación suave, elegante, dispone el terreno para entrar con inocencia –o los arrojos renovados– en los dones y los sacrificios del amor, vistos –¡nada menos!– desde la poesía:

Siempre lo sueño

con un pájaro en los dientes

y el aire eleva

una a una sus plumas.

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