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Carmen Verde

La doble vertiente del sueño en la poesía de Carmen Verde Arocha

Por: Santos López



No es un azar recibir de los sueños la vida que ahora sentimos, el trabajo de acometer el desciframiento de su mensaje sin azar, sin casualidades ni distracciones, para llegar a su otra orilla, la materia consciente: tragedia, desconsuelo, extravío o plenitud. El sueño se funda dentro del cielo como una mirada atenta que captura dos realidades, es la red en que la araña teje una brillante despensa.

El sueño, que sigue la ley de la naturaleza, es la forma que encuentra el cielo para fecundar la tierra; y sucede dentro de nosotros, dentro de los animales —que también sueñan— y dentro de las piedras, bosques, ríos y montañas. Porque la naturaleza se ama a sí misma y se repite, a manera de espejo, en lo minúsculo, lo escaso, así como también en lo extenso o grandioso. El sueño no es una pertenencia exclusiva del hombre.

El poeta es objeto del sueño, una de las tareas sublimes que cumple al margen del ego y la arrogancia, que es igual a decir fuera del tiempo y del espacio. El sueño es como un vaho, un pájaro con vistoso plumaje. De allí viene su prestigio: antecede a cualquier palabra.

«Da vergüenza

dormir en oración,

pero el sueño nos vence.

Cerramos los ojos

y aparece un lago

por encima

del cielo.

A veces,

no despertamos nunca

y quedamos desde siempre

atrapados

en la misericordia de escribir»

La obra poética de Carmen Verde Arocha representa un puñado de sueños, sólo que los suyos no tienen asa ni mano: son una obra al desnudo. La primera imagen que cobra vuelo a partir de los sueños aparece en su libro Magdalena en Ginebra (1997) y, es la de María Magdalena; Carmen Verde Arocha la ubica en Ginebra —en la Eternidad, diría Borges—; publicó este poema cuando tenía veintisiete años de edad, de lo cual inferimos que con apenas veinticinco años comenzaría su limpia y madura escritura. Mucha juventud de por medio para acercarse a la imagen de María Magdalena: una mujer que contempló la crucifixión de Jesús y fue testigo de la resurrección; luego María de Magdala fue curada por Jesús, y de su cabeza fueron expulsados siete demonios que tienen que ver con su crisis, es decir, se encontraba poseída por la sombra de lo femenino; hablamos de la primera mujer asombrada.

La resurrección es un misterio de la materia, es una circulación. La naturaleza se descompone y es corruptible. Y la mujer puede en ese momento disolver al hombre para acercarlo al espíritu. La inmortalidad, la circulación de ese núcleo divino que en esencia es el hombre, estuvo originalmente emparentada con María de Magdala. La idea de la resurrección ha ido cambiando a través del tiempo, así como la conciencia del hombre: hoy día el átomo ha venido a sustituir cualquier imagen de desintegración o disolución y de integración o solución.

Carmen Verde Arocha en su primer libro nos propone en esencia este mismo viaje, por tanto su sentimiento es esperanzador. María Magdalena va a echarse a los pies de Jesús, el Esposo que la espera. Ella llora y con sus lágrimas le lava los pies, los enjuga con su largo cabello y los unta con perfume de nardos; ella perfuma a su Esposo de la cabeza a los pies, dice la tradición. Si María Magdalena representa a la humanidad que curó Jesús, en el poema de Carmen Verde Arocha ella hace de salvadora de la infancia, la edad del sueño:

«La infancia fue

entre flores de cayenas

que nunca despertaron de sus sueños

(...)

Nuestra infancia tiene algo de sepulcro

(...)

No ha sido fácil

adivinar el color

del cadáver de la infancia

(...)

En el cielo

ellos juegan ajedrez

desnuda me elevo

a cambio de un sudario

que guarda una infancia perversa

(...)»


El poema comienza con el recuerdo de Magdalena que danza en Ginebra, una gran ciudad —la conciencia humana—, con los pies al desnudo sobre la tierra húmeda, mojados en las fuentes de los parques, tras otros paisajes, caminando por calzadas hasta el encuentro con su sombra:

«El miedo es la felicidad

aunque sea estéril

en un campo que perdemos cada noche

los años vienen a la memoria

en el deseo de un hijo

que exalta el insomnio

en este sueño

que me asila o me expulsa

(...)»


Luego la autora nos adentra en un rincón, la infancia en el pueblo donde nació su Magdalena, en Guaicoco, en medio de la soledad, las lluvias atronadoras y la desdicha, rodeada por su madre y la imponente figura del padre. El sentimiento de redención aparece luego de la curación de la herida de la infancia:



«Jesús

leía el futuro a destiempo

limpiábame de pecado

el vientre tibio

los labios teñidos

la cicatriz de la muerte

era mentira»

La Esposa a quien Jesús limpia es la Infancia. Ella entonces despierta en el rincón de una plaza. Aquí el despertar implica el desprendimiento interior del ser para entregarse al amor en su más amplia resonancia:

«Estoy segura de que

el amor

surgirá de la montaña más elevada

que sueño para albergarme

y abarcar

la totalidad del silencio

Amor de agua

amor de sol

amor de tierra

amor de bejucos florecientes

amor de hielo

amor subterráneo

amor mínimo

amor desmesurado»


Magdalena en Ginebra, de Carmen Verde Arocha, representa la infancia como la edad del sueño —no de la inocencia— y que por muy aterradora que esta sea y nos separe el cuerpo de nuestro espíritu —ya que el cuerpo se torna más terrestre—, existe la posibilidad de redención, de salvación, de re-unión, de trascendencia a través del amor.

En su segundo libro, Cuira (1997), Carmen Verde Arocha explora con más detalles su imaginario inicial con un tenor onírico muy original, el cual se expresa en sus respectivos poemas en verso y prosa: el arcángel Gabriel, el Jueves Santo, el alma que se ha ido a comer piña, el padre desaparecido en el río, el cordero, los encantados, las ánimas, el Cristo... y el tema de la infancia como sepulcro otra vez. La metáfora del río Cuira sirve a la autora para conseguir una revelación ante el dolor: la oración y la plegaria. Tanto es así, que su libro comienza con una especie de invocación de su ángel de la guarda Gabriel, lo que tradicionalmente se conoce como «el saludo del ángel» para recordar a Dios. La naturaleza (el río) y lo divino se tejen como una interrelación en el alma cuyo objetivo no es ver las cosas, ya que todo debe fluir, viajar de lo diviso a lo indiviso, como el río.

Esta voz en oración es magistral:

«¿cuántas veces he buscado en el cielo

una blancura

que se parezca a la vida? »

«La vida se convierte en tierra», dice Regina Coeli, uno de los dos personajes de Amentia (1999). Carmen Verde Arocha en su tercer libro nos sumerge en un diálogo en tono de drama para tocarnos muy íntimamente con la piedad. Este carácter de «madre oscura» -Amentia, palabra latina que significa locura, demencia— o materia negra profunda que nos asoma a los infiernos, está velada por ciertas hierbas como el perejil, la albahaca, la hierbabuena, el cilantro, el romero, el azulillo, que simbolizan esa otra savia o sangre de la tierra. Todo el libro transcurre en torno al sentimiento de la piedad, porque sin ella no se entiende lo sagrado ni se puede amar al otro.

En Mieles (2003) se nos revelan dos lecturas. Una de agua, en la cual el reino de lo femenino se nos aparece con múltiples oficios, tareas y rostros que se cruzan: la concubina, la lavandera, la costurera, la cocinera, la esposa, la madre... a manera de metáforas transparentes de un drama cotidiano. Todo oficio cumple un rol crucial en la continuación de lo tradicional, y eso digno y respetable que nos enseña Mieles es que sin la participación de la mujer en la realidad inmediata, familiar, nuestros ciclos se detienen, pierden perpetuidad:

«De eso se trata: de ser lavanderas y madres al mismo tiempo

de estar pulcras para que el cielo se refleje

en el adiós

en el dolor.»

Y otra lectura de fuego, la cual cobra forma a través del erotismo, fuerza que transforma, quema y purifica; nos eleva y nos destruye. Este elemento subyace así:


«Hay un caballero que saluda con gesto de alacrán.

Quiere practicar la cetrería, el tiro al blanco

o la equitación.

Trae leña. Fuego en la cabeza.

Un lamento de pez que no lo deja enamorarse.»

Al leer Mieles somos testigos del encuentro amoroso entre la sabiduría y el conocimiento intuitivo, el cual queda transfigurado por medio de los oficios que evocan el agua y el fuego. Carmen Verde Arocha alcanza en este libro un registro más grave e íntimo; su voz poética nos habla de un misterio: la poesía crea la miel donde la materia y el espíritu se encuentran, se aman, se hacen unidad.

La poesía de Carmen Verde Arocha explora ciertas zonas de los sueños que no son las habituales y a las cuales estamos acostumbrados. La mujer que sueña puede hacerlo desde estas dos vertientes, su poesía nos lleva a visitar esos dos lados del sueño: uno interior, más secreto, encarnado en lo profundo femenino, es decir casi oculto; y otro lado, con una voz que viene de un afuera y su cáscara envolvente es como el agua, fría, fluida y temporal. Su poesía tiene este temperamento. Esto la hace poseedora de un lenguaje único dentro de las nuevas generaciones poéticas en Venezuela.

Santos López

Caracas, octubre de 2004

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