Por: Erika Reginato
Poeta
No es un secreto que los niños suelen encerrarse a jugar en un mundo imaginario, pintar, conversar o cantar con seres intangibles y objetos que adquieren una forma diferente a la real. Las muñecas de trapo llevan alfileres en las espaldas, tal vez, para sujetar la ropa hechas por ellas mismas, las costureras que insertan el hilo de la fábula o sencillamente, para recordar el primer sonido de dolor expulsado por el ser.
Bajo el cuarto creciente, la luna libera el hechizo que hace fortalecer el alma para así, sorprenderse en las miradas familiares de un hombre «bendito» que se refleja en los ojos de la elegida. La búsqueda calmada de Carmen Verde Arocha en Mieles (2003) [1], es la restauradora del bienestar interno, de la piel, de la poesía que se va estructurando en el tiempo.
La voz infantil de Isabel Madera se acerca a Carmen y su vientre se inflama de esperanzas, sensaciones, sueños, percepciones y deseos inocentes. Todo está en sus adentros, en el alma. Más tarde una mujer se arrodilla y persiste en conocer los misterios diminutos de la existencia desde el nacimiento. Desprende los aromas vegetales y descarga la sustancia de la palabra en los acontecimientos que se mueven en un tiempo abstracto, pero con un lenguaje demasiado simple, tal vez, un lenguaje de resonancia en la niñez pasada: «Son muchas las voces que recorren la vida de una./ Varios los adioses».
Los antepasados y los seres imaginarios se acercan a los acontecimientos religiosos de la vida, pero con la magia que toca cada virtud y oficio: la magia aumenta y ese oficio nos hace crecer. Es el sueño revelador de la gran reunión de cumpleaños que cumple varias etapas, desde el amanecer hasta la hora del retorno a la casa, sin la confusión del paisaje de salida: «La vela se apaga a las cinco de la tarde, la gente/ regresa a su casa/ con los mismos zapatos, que nadie olvide sus pies en el baño.»
La concubina, personaje indispensable para la estrechez de la comunicación emocional, emprende un viaje común con las otras mujeres que han permanecido inmóviles en los siglos. Ella se convierte en un retrato medieval de santidad que desarrolla un paraje de preguntas acerca de la pureza y las impurezas de los sentimientos o lo que simboliza el monasterio que se encuentra cerca de su casa. La casa de la concubina se ha derrumbado varias veces, pero siempre ha luchado y, victoriosa, la ha podido levantar con la ayuda de su caballero o de otras niñas que asistieron a la fiesta de cumpleaños.
El caballero no es el de las cruzadas, no pertenece a las danzas clásicas o a las películas históricas, ni a cuentos y óperas, es un hombre con aire melancólico que se asemeja a Don Quijote. Su armadura de grietas evidencian la fortuna que ha sufrido su destino. En la fiesta cada mujer posee un destino y un oficio. La lavandera es la elegida para trabajar hasta el desgaste de sus nudillos, de las yemas de los dedos de las manos. La recompensa está en lo limpio, puro y transparente.
La costurera, el oficio de unir el punto con el siguiente punto, como Penélope, corta las telas, une sus bordes a la medida exacta y viste a cada invitado de la fiesta. Mantiene la vida en equilibrio: «Si no fuera por el peso de la brisa / diría que nos da pena sonreír».
En el transitar por el mercado, antes de llegar a la fiesta, las niñas encuentran el aguacero que les impide avanzar, pero que las invita al recuerdo del aroma dejado por el primer beso. Los movimientos lentos emergen de la contemplación de formas y objetos olvidados transportándolos al tiempo presente: «Isabel Madera vive....» / o «Qué importa la edad, la edad es la misma todo el tiempo».
Las mujeres se encuentran con el tesoro que está debajo de sus pies y con un poco de miel para no olvidar la infancia, desayunan. La tierra es un elemento vital para poder hilar y materializar la poesía: Seguimos con los deseos de adivinar lo que el viento decía/ Hay estrechos corredores, mucho frío/ Y las almas de quienes vienen a la tierra. La fiesta se ha terminado antes del ocaso, para que nadie pierda el camino de regreso, para que nadie olvide sus pies en algún lugar del amor.
[1] Carmen Verde Arocha. Mieles. Caracas. Editorial BINEV C.A. 2003.
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