Por: Rafael Arraiz Lucca.
Las redes sociales lejos de ocultar a la poesía la han hecho pública, y hasta impúdica en algunos casos, ya que la divulgación de la obra de muchos autores nos busca por Twitter, por Facebook, por Instagram con una insistencia distinta a su espíritu monacal y silencioso, que forma su magma genésico. Más aún, incluso se ha hecho público en las redes un personaje que antes estaba oculto y era sumamente extraño: el lector de poesía. Uno se enteraba de que «Fulano de tal» leía poesía entre sesudos análisis económicos o de que «Sutano» tenía poemarios en la mesa de noche con los que alejaba la rutina de los documentos jurídicos o los balances bancarios. Ahora muchos de estos lectores se manifiestan en las redes e, incluso, algunos fungen de entusiastas mecenas de la poesía, de su estudio y su divulgación. Son unos fanáticos de la palabra poética, donde han hallado una fuente de alegría que no les proporcionan los registros contables de sus empresas. Esto está muy bien.
Es un fenómeno muy extraño porque igual esto no ha redundado en el aumento de la venta de poemarios en las librerías, ni en el formato digital. De modo que estos lectores y este fervor alcanzan sus presas por otros caminos. No creo que esto que refiero sea un caso venezolano exclusivamente, me consta que en Colombia ocurre algo similar. Pero vengo refiriendo un fenómeno mediático que, en el fondo, no tiene relación con la escritura poética que, en esencia, es fruto de la soledad y el silencio, de la introspección y de algo todavía más definitorio: no tiene destino. El poeta está liberado de cualquier atadura porque sus frutos no son esperados por nadie, ni sirven para nada en el mundo académico o laboral, ni se pelean los lectores a las puertas de las librerías como si los poemarios fuesen bestsellers. La poesía es de los actos más gratuitos del mundo, de allí que sea también uno de los actos más libres que el hombre pueda acometer. De allí su profunda y radical belleza, si es que la alcanza con la palabra. Esto ya queda en manos del poeta. Es su trabajo.
La poesía venezolana ha tenido extraordinarios cultores a los largo de su historia. En el siglo XIX las poesías de Andrés Bello y Juan Antonio Pérez Bonalde descollan con ímpetu. En el XX las obras de José Antonio Ramos Sucre, Vicente Gerbasi, Rafael Cadenas y Eugenio Montejo son indispensables. En las generaciones recientes, imantadas por voces de carácter, la de Carmen Verde Arocha destaca sin necesidad de levantar la voz. Es una voz sólida que va encontrando sus lectores sin prisa, como la araña que teje su red a la espera de su presa.
Su más reciente poemario, Canción gótica (2017), es el primer libro que edita una narradora, ahora novel editora, Gisela Capellin Ediciones, y es el sexto poemario de Verde Arocha. Antes publicó Cuira (1997), Magdalena en Ginebra (1997), Amentia (1999), Mieles (2003) y En el jardín de Kori (2015). Como vemos, a un primer brote poético le sucedió un largo silencio de 15 años, y ahora asistimos al segundo brote de esta voz singular de la poesía de nuestro ámbito lingüístico. Por otra parte, Verde Arocha ha desarrollado una labor como editora, notable: son cerca de 200 títulos los que ha publicado su editorial Eclepsidra en cerca de 30 años de trabajo, y ahora le suma a sus fervores la tarea diaria de la docencia universitaria en las universidades Metropolitana y Andrés Bello. Incansable, Carmen está en el mundo para algo. No lo deja inmaculado a su paso. Lo siembra.
Canción gótica se cuece en el horno de una de las emociones fundamentales del hombre: el amor. Y Verde lo lleva a la leña desde la perspectiva femenina, con sus imágenes, sus detalles, su mundo escasamente perceptible para el hombre. En su palabra, además, brillan las metáforas de la flora y la fauna, metabolizadas con una pertinencia luminosa, atribuyéndole un carácter que sólo la observación detenida, amorosa, minuciosa, articula: «Por un atajo el deseo se transforma / Tú vienes hacia mí /como un tren sobre el mar/con un íntimo sagrado anhelo. Me dueles /Cocodrilo». («Canto para un cocodrilo»).
Sobre la naturaleza del amor, afirma en el poema «Woist die Liebe?»: «Al llegar a viejos /algunos se preguntan /si de verdad conocen el amor/o si realmente le abrieron la puerta/ al silbido de una sombra /que alojaron /conmovidos en sus cuerpos». Y más adelante, en el poema «Leñador de barcos» apunta: «Se ama una vez y eso basta. / El amor celebra que nos enamoramos / y atemoriza. / Él conoce el lenguaje de la luz».
Lo definitorio de este precioso trabajo de Verde Arocha está en que el amor se aborda sin eludir lo erótico, pero no es esto lo esencial. Hay una finura singular, un lento y profundo vuelo de Afrodita imantando todas sus páginas. El amor es más que Eros, nos dice en el fondo, es encantamiento, es un temblor que va más allá del deseo. La otra perla del poemario son las imágenes fulgurantes, muchas de ellas decantadas en el ámbito de los ingredientes, los sabores, los olores, lo que nos alimenta. Como en sus poemarios anteriores, una vieja sabiduría familiar, transmitida por tradición oral y costumbres, imanta los versos.
Por último, hay algo que brilla en la gran poesía y está presente en este trabajo que comento: hay mucho más dicho en lo dicho, un eco queda reverberando y nos obliga a volver al poema: hay algo que no se nos entrega fácilmente. En otras palabras: lo evidente no se agota en sí mismo, sino que abre la puerta a otros espacios. Un metalenguaje cautivante que para disfrutarlo se necesita calma, soledad y silencio.
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