Por: Rafael Castillo Zapata
Digamos, tentemos y tanteemos la idea de que Canción gótica es la oda a un Edén.
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En el mundo de Canción gótica (Gisela Cappellin ediciones, 2018), el cielo está inacabado. Este inacabamiento es la cifra secreta del deseo: lo inagotable, lo que eternamente se renueva porque nunca se satisface, nunca se completa. De modo que este Edén que el poema celebra y va construyendo sin concluirlo nunca a medida que lo celebra y lo canta, es un Edén donde todo, a fin de cuentas, está por crearse, y la voz que todo lo inicia y lo propicia en él, el principio de la palabra que da lugar a la existencia y persistencia de todos los seres –animales, vegetales, minerales; terrenales y celestes- que lo pueblan como un vasto universo impredecible, hecho a la vez de memoria y de videncia, de retrospecciones gozosas y de anticipaciones de lo porvenir no menos gozosas, no menos expectantes del regalo gracioso de una revelación que promete una plenitud nunca colmada, ávida, feraz y feroz, repetitiva, insistente y persistente, pues nada la agota, esa voz, digo, demiúrgica, iniciática e iniciadora, que prorrumpe en rítmicas rebanadas elegíacas, contiene en ella, con inusitada potencia, todos los mundos posibles, todos los delirios, todas las sugestiones, todas las insinuaciones de la sensibilidad y de la emoción. Mundo pasional, mundo apasionado, la exuberancia de la voz, su pulsión y compulsión de desordenada selva derramada, recamada de superposiciones y sobresaltos continuos en la espesura de sus enredados ramajes por donde se filtra, sin embargo, la luz en cada claro, hacen de Canción gótica un libro infinito, un libro que, como el cielo inacabado que lo cubre y lo descubre al mismo tiempo —sobre cuyo lienzo, como un abigarrado y superpoblado drama de nubes y de efectos cromáticos y luminosos en lo más alto, se representan todos los episodios del moroso relato que lo constituye—, está haciéndose y no acaba de hacerse y rehacerse a lo largo de todo su desarrollo. Hasta el punto de que puede decirse tranquilamente que Canción gótica, como el cielo inacabado que lo cubre y lo descubre, es un libro prematuro: la fuerza que mueve su máquina de imágenes es tan poderosa que no acepta contenerse en las casi noventa páginas sobre las que se despliega su operación dichosa, flecha hacia afuera proyectada al porvenir del otro libro, del otro canto que vendrá.
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La fuerza que mueve la pletórica máquina de imágenes que es Canción gótica, exuberancia y derroche, gasto puro e impuso de una energía acaso siempre virginal, naciente, proviene, tal vez, de la no infrecuente coincidencia —en las experiencias poéticas más estimables y recordadas— de una memoria vigilante, abarcadora, y de una disponibilidad extraordinaria para la ensoñación de lo maravilloso (o, más precisamente, de lo gótico, tal como el título lo evoca y lo provoca). Esta conjunción es el poderoso combustible que le da al nuevo libro de Carmen Verde Arocha su mejor y más misteriosa, inexplicable consistencia. Quien ha repasado la trayectoria de la autora, desde su libro inaugural, Magdalena en Ginebra, pasando por Mieles y recalando en las páginas de En el jardín de Kori, sabe muy bien que esta consistencia, por otra parte, no se manifiesta como el efecto esperado de una continuidad lírica que se decanta, que se refina, sino que es, más bien, la expresión de una fidelidad que se mantiene apegada a los mismos elementos nutritivos que le dieron los caracteres diferenciales de su cuerpo expresivo desde el inicio. De modo que pudiéramos decir que Canción gótica es una estación más de una deriva cuyo cauce parece estar provisto de un poderoso caudal que muy lejano está de apagarse o de agotarse, ya que proviene de un manantial genuino, muy profundo en la roca madre del alma de su autora. Continuidad en la sucesión, permanencia en el desplazamiento, desplazamiento en la recurrencia, flujo y reflujo de una corriente que se mantiene sin rebasarse ni rebosarse, represada y segura de sí misma, siguiendo y persiguiendo su natural pendiente, el río que no cesa del canto, que es ahora, en este caso, gótico, de Carmen Verde Arocha, promete expandirse, acaudalado, poderoso, asistido por el sorprendente bastimento de su variadísimo banco de imágenes. Y «amén a todo», como dice la poeta. (Fin).
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No obstante, este texto tiene que tener una coda. He insinuado que Canción gótica es la oda a un Edén, y siento ganas de justificarlo al menos un poco, si me lo permiten. Una de las cosas que más atraen y nos hunden de repente, como diría el siempre ocurrente Lezama Lima, en un perplejo frente a la poesía de Carmen Verde Arocha, además de la increíble provisión y diversidad de sus imágenes sensuales, es su predisposición imbatible al goce goloso de todo lo humano terrestre, su predisposición imbatible a encontrar la plenitud en todo, desde lo más nimio hasta lo más exaltadamente trascendente que puebla este mundo nuestro de contrastes tan rudos, de extremismos radicales, de dolores indecibles y de esplendores y exaltaciones dichosas no menos indecibles. Pero lo indecible, lo sabemos, no es indecidible para el poeta: su tarea es, precisamente, decidir y decidirse por lo indecible para decirlo, como pueda, desde el desamparo y a la vez desde la esperanza; y al decirlo, decidirlo, entonces, en lo dicho y lo no dicho del poema. Y esta tarea, lo sabemos, la cumple muy bien nuestra autora cada vez que un poema suyo quiere dar cuenta de algún costado de ese mundo que ella, o su voz, o su doble en el poema, o como se quiera, trata por todos los medios de decir; sabiendo, por otra parte, que al decirlo lo desdice, lo maldice, pero al mismo tiempo, y de qué modo, sin duda alguna lo bendice. Y no es otro, me parece, el sagrado misterio de la poesía.
Como quiera que sea, quiero decir y no acabo de decirlo en esta coda que se alarga, nada breve, que Canción gótica es la oda a un Edén porque en los mundos que crea Carmen Verde Arocha lo existente está naciendo siempre como la primera vez; y en esos mundos todo —a través de la memoria que decanta las gangas y discrimina lo genuino para rescatarlo de una vida hecha, cómo no, de bajos y altibajos, de lujos y de andrajos, como a través de la imaginación que forma y deforma—, todo parece minado por una esperanzada, indoblegable virginidad receptiva. En ellos todo es fértil para que se inaugure de pronto y de la nada un Paraíso. Así, pues, oda a un Edén. Y «amén a todo», como dice la poeta.
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Inacabado y edénico –permítanme, por favor, esta coda adicional, espero que no más larga que la primera-, Canción gótica pone en escena un mecanismo, ya ejercitado y puesto a funcionar en libros anteriores, que sigue inquietándome y solicitando mi necesidad de comprensión y asentimiento: se trata del mecanismo de las versiones. Las versiones en la maquinaria poética de Carmen Verde Arocha no pueden atribuirse a una improbable inseguridad frente al poema, una inseguridad incapaz de elegir, es decir de abandonar, formas anteriores menos logradas y mantenerlas fuera de la vista del curioso lector. En este sentido, las versiones de Verde Arocha no son variantes de un mismo poema que evoluciona en diferentes entregas, por así decirlo, si es que puede decirse así. No, señor. Las versiones de Verde Arocha son un juego, un guiño, un capricho gozoso o manía de autor. Pero este capricho o manía tiene una explicación posible, que se sostiene más allá de la mera gratuidad libérrima de un gesto que se agote en sí mismo. Las versiones son el efecto necesario de la insatisfacción infinita del deseo, por una parte. Se quiere todo, y cada faceta de un mismo asunto o un mismo aspecto es tan valiosa como las otras, ¿cómo desdeñar alguna? Esto por una parte. Pero por la otra, las versiones son, en realidad, poemas que simulan que son versiones; bajo un mismo título y con la indicación del número de la versión de que se trate, encontramos poemas que son otros poemas, no variantes, o variantes muy extremas o quién sabe si en exceso sutiles, del primero. Este simulacro, digámoslo así, de variación responde a la potencia imaginaria de la voz de Verde Arocha: un solo poema no basta para dar cuenta de una impresión, de una revelación, de una querencia y se necesitan, pues, varios Amarillos para dar con Amarillos (que no es un color, sino un lugar), varios Espejo para dar con Espejo, varios Canto para un cocodrilo y varios Trozos de canela y varias Danza de adobe para llegar a donde quiere llegar todo poema, es decir, a la esencia, a la esencia imposible que dé la idea pulcra, pura, de cada cosa, ese anhelo que llevó a Gertrud Stein, vencida y convencida, a decir simplemente que una rosa es una rosa es una rosa. Alcanzar esa prodigiosa simpleza que es belleza, no es nada fácil. Y Carmen Verde Arocha lo sabe, pero se atreve. De ahí, entonces, las versiones, porque el poema por ser edénico (por ser adánico) está siempre inacabado. Y «amén a todo», entonces. Como un «olé».
Marzo de 2018
Cielo inacabado
Un paño blanco
se extiende o se enrolla según aparezca el deseo
El cielo justo a mi lado
Figura transparente
Cuenta despacito los dedos de mis pies
Oigo tu respiración
El desgaste de las fieras del bosque
desborda mi voz mis manos mi rostro húmedo
Un cielo inacabado viene por nosotros dos
Pinta los cuerpos de bronce
Nos deja brillantes con pudor a mirarnos
Lo inacabado del cielo
el deseo de amarte
y no amar al mismo tiempo
está cuando nos miramos a los ojos y llueve
Llueve toda la noche sin darnos tiempo a cubrirnos
Con derecho sólo a sentir frío
El agua tal vez nos ayude a terminar
el pedazo de cielo que falta
La risa del río
El río inicia su danza después de la risa
Justo antes de que llegue la tristeza a los ojos
Tanto que pensamos Mar abierto
Todo destella
Tú me abrazas fuerte en el fuego
—Vamos poco a poco
Tú lo has dicho Yo lo dije
Los dos reímos
Miramos el bucare
Nuestras bocas recogen las semillas
Tú seduces con tus miedos
Me obligas a cerrar mi voz
—Ven que te abrazo —Piensas
—Ya estoy adentro —Repites una y otra vez
La cosecha de la tierra
está por salir
Te dejo temblando con olor a limón
Amén a todo
Danza de adobe
[Primera versión]
Nadie baila sin haber amado antes
Lo blanco del cielo
en las esquinas de las ventanas
Danzamos desnudos con la brisa
Aún no sabemos nada de nosotros
—¿Será cierto que el mar fue de terracota
y de madera hace tiempo?
Mis pies apoyados en la pared
Todo gira lentamente hacia la sombra
Los dos somos niños
jugamos
a pulseras de bronce abanicos y bastones
Respiramos
Abajo el viento
Subes en dos voces
Llego a los huesos al besar tu piel
Acaso tiene sentido
¿Los zapatos de un metro para alcanzarte?
¿Callada sin equipaje cambiar mi vida?
Entre tanto soñaré
con niños abofeteados por pájaros violeta
con nuestros cuerpos dos mil años
con la quemadura del deseo
con mujeres que lloran flores
con guerras
Danzo sobre una falda de largos pliegues
Te acaricio en este ruido de pan
Una claridad extraña logra alcanzarme
Tu deseo coronado de eucaliptos y limón
en la pureza del más alto mediodía
bendiciéndome
Danza de adobe
[Segunda versión]
Llegan las mujeres con olor a miel
Una a una enciende su cigarrillo inglés
La fuerza del deseo nos arrodilla
Rezamos
—Pedimos perdón en esta danza
por este amor
que nos enseña
el amarillo más profundo
por tu voz dorada
y dulce
por los pájaros
resguardados sobre nuestros pies
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